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La gran actriz de origen londinense Elizabeth Taylor, nacida el 27 de febrero de 1932, estaría cumpliendo 89 años. La tres veces ganadora del premio Oscar –por sus roles en “Butterfield 8” (1960) y “¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1967), y el premio humanitario Jean Hersholt- fue una actriz que desde niña iluminó las pantallas de cine, pero su talento se vio opacado por su vida demasiado pública y excesivamente ruidosa.

Las notas de la prensa que dieron cuenta del fallecimiento de Elizabeth Taylor el 23 de marzo de 2011, se centraron en los escándalos, excesos y romances que hubo en su vida, pero ninguna de las que leí hacía refierencia a su obra, a las películas que esta mujer hizo en sus 79 años de vida y que son, en últimas, su legado. Cuando pase el tiempo, es probable que no recordemos cuantos maridos tuvo, pero sus filmes seguirán ahí, dispuestos a establecer un bienvenido diálogo entre el cine clásico y el contemporáneo.

Que nadie dude que su exquisita belleza y su sensualidad inocultable influyeron en el éxito de su carrera, pero ella no se conformó con quedarse en la epidermis, y entre 1951 y 1967 fue una de las actrices más consagradas de su generación, una mujer que asumía retos actorales sin temor alguno. Había nacido en Hampstead, Londres, el 27 de febrero de 1932, de padres norteamericanos. Cuando la Segunda Guerra Mundial asomaba en el horizonte, los Taylor regresaron a los Estados Unidos y se instalaron en Los Ángeles, donde la belleza de la joven Elizabeth no pasó inadvertida para los cazatalentos de la industria del cine.

Tras los papeles infantiles (National Velvet, 1944) y de adolescencia (El padre de la novia, 1950), a los 18 años apareció suntuosa en “Un lugar en el sol” (A Place in the Sun, 1951) y desde ahí empezó a brillar tanto como el astro que dio título a ese filme trágico de George Stevens, en el que es imposible despegarse de ella, esa Angela Vickers que es mezcla de inocencia, rebeldía y ambición social.

En los roles de arribista parecía encajar sin dificultad, como lo demostró en “La gata sobre el tejado de zinc” (Cat on a Hot Tin Roof, 1958) , luchando por el amor apático de su esposo y la fortuna de su suegro. Liz tenía el nervio y la entraña para ser digna de expresar las emociones que las obras complejas de un autor como Tennessee Williams exigía (tal como volvió a demostrarlo, llena de traumas sin resolver en “De repente en el verano”).

En esos roles se le veía sin paz, buscando una felicidad muy esquiva, quizá porqué engañándose a sí misma nunca iba a encontrarla, como lo confirmó en “Una mujer marcada” (Butterfield 8, 1960), el drama de esa modelo de modas que no se atreve a llamarse prostituta, y que prefiere cerrar los ojos frente a lo evidente para no descubrirse frágil. Su sinceridad le valió un Oscar que revalidó seis años después en “¿Quién le teme a Virginia Woolf?” (1966), fuego cruzado interpretativo con Richard Burton en una volcánica demostración de que era capaz de cualquier cosa, como enterrar la belleza y los atributos de sus 34 años de edad, en pro de la verosimilitud que la película requería. John Huston aprovecharía esa vocación suicida para hacerla brillar de nuevo, junto a Brando, en “Reflejos en un ojo dorado” (1967). Fue siempre una “Fierecilla indomable”.

Es un hecho: fue su luminosa trayectoria la que la hará eterna. Te mando un beso, Elizabeth. Gracias por tanto brillo

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