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El 15 de octubre de 1999 “El club de la pelea” (Fight Club) de David Fincher se estrenó comercialmente en Estados Unidos, tras su debut ese año en el Festival de Cine de Venecia. Hay que ver cómo se rieron de mí (públicamente) cuando hace 22 años escribí sobre este filme y de su importancia a futuro. No importa: el tiempo sedimenta las cosas y “El club de la pelea” sigue invicta 22 años después como símbolo de la desazón y el malestar de fin de milenio. Si vieron “Guasón” (Joker, 2019) sabrán que ese malestar sigue manifestándose en el cine que vemos.
El hecho es que Fincher ya hace un tiempo que se encuentra afincado en esos temas, y que ha construido una filmografía donde el ser humano -y más específicamente el género masculino- se enfrenta a fuerzas anárquicas que desconoce y que desestabilizan su precario orden psicosocial, por lo general para caer derrotado luego de una serie de pruebas punitivas de dolorosa resolución. Hablamos de lo extraterrestre (Alien 3, 1992), la maldad (Seven, 1995), o el engaño (El juego, 1997), poderes que se magnifican por el tono oscuro y pesimista de su cine, en homenaje estilístico y narrativo al film noir de los años cuarentas y cincuentas en Hollywood.

Para “El club de la pelea” el director no tenía que ir muy lejos, ni hurgar en galaxias lejanas para buscar un enemigo a quien enfrentarse: le bastaba con asomarse a la mente humana para encontrar allí un material lo suficientemente espeso de qué nutrirse.

La historia tenía que ofrecer mucho más de lo esperado, pues su fuente original es una admirada novela de culto, Fight Club, escrita en 1996 por Chuck Palahniuk, un autor nacido en 1962 y originario de Oregon. Los lectores de Palahniuk son legión exigente, pero creemos que la versión fílmica de Fincher hizo justicia a su admirado, debatido y polémico texto.
Hay que aclarar que El club de la pelea es una película violenta que no trata sobre la violencia física, y estamos seguros de que los admiradores del cine de acción se sentirán defraudados con el enfoque inteligente de Fincher. Sí, hay sangre, hay golpes brutales, hay golpizas dolorosamente gráficas, pero ellas son la excusa de la historia, el catalizador que el director aprovecha para llamar nuestra atención sobre el significado último del filme, muy lejos de la fantasía machista que muchos han querido ver aquí. El viaje que David Fincher nos propone es al interior de la mente, para presenciar -como turistas todavía- las consecuencias mentales del aislamiento enajenado que nos hemos encargado de instalar en esta sociedad, consumida desde adentro por complejos intereses económicos, donde el ser humano es lo último que importa, una cifra más en el rubro de la nómina.
Cuando la película termina y los Pixies cantan Where Is My Mind sobre los créditos finales, nos quedamos inmovilizados un instante allí, en la sala aún a oscuras. Algo nos duele en algún lado, algo se nos desajustó por dentro: quizás sea la lección recién aprendida, quizás sea la escena cataclísmica que acabamos de ver, pero quizás sea -para nuestra fortuna- el poder eterno del cine, renovado, golpe a golpe, por “El club de la pelea”.

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